Ninguno de los dos pudo dormir esa noche. Ambos sabían que el momento de decir adiós era inminente, pero ninguno quería dar el primer paso. Ese viernes, él dejó su teléfono en la casa y salió a caminar a la playa. Sin prisa, con coraje porque no entendía por qué ese hilo rojo que todo el mundo tiene, no funcionó con él.

Dio 25 pasos y gritó porque no la tenía en esos momentos. Prendió un cigarro e inhaló preparándose para soltar ese aire, tal y como lo soltaba cuando estaba cerca del cuello de la mujer que lo impresionó solo por ser ella, simplemente ella.

Ella intentó ver una película fresita, de esas que tienen finales felices, pero no la aguantó más de 15 minutos. Se vistió y se sentó en la terraza de su casa, como si estuviera esperando la visita más deseada. Solo que esta vez, nunca llegó. Miró su teléfono y pensó que sería buena idea ir hasta donde estaba; así que prendió su guagua y mirando la estrella más brillante, deseó poderlo encontrar, pero no pasó.

Ella llegó hasta donde pudo. Nunca encontró su casa, realmente todavía no sabe donde vive. Llegó lo más cerca que pudo y lo llamó, pero nunca pudo decirle que estaba a solo pasos de su cuerpo. Así que se estacionó frente a un hotel y lloró desconsolada y confundida: “¿Por qué estaba llorando por algo que desde el principio sabía que no iba a funcionar?”

Llegó a su casa, pero su mente se quedó en aquel lugar, como si él fuera a descubrirla solo porque su pensamiento nunca se fue de allí. Le envió un texto para avisarle que llegó a su casa con la esperanza que lo leyera y la llamara.

Sé que estás molesto y entiendo perfectamente cómo te sientes. Solo quiero avisarte que llegué a casa. Te llamé en varias ocasiones porque no quería que esto terminara de esta manera, al menos sin una última conversación, pero no se dio. Espero que en otra vida podamos coincidir sin remordimientos ni culpas, al menos de mi parte.

Se desveló toda la noche, esperando un mensaje que no llegó. Aguantó, pero el cansancio la venció. Tampoco él durmió, se quedó hasta muy tarde sentado bajo una palmita mirando cómo las olas al llegar a la orilla se rompían y durante todos esos minutos, comparó su corta, pero intensa relación con esas olas.

Ambos se levantaron muy temprano a la mañana siguiente. Él, desdichado porque es un morning person y tenía que ir a su trabajo; ella, porque cuando su corazón llora se le van las ganas. Sin embargo, despertaron en obscuridad.

De pronto, llega la llamada que tanto ella espera:

Termino lo que estoy haciendo y subo a tu casa. Tenemos que hablar y no quiero que pase más tiempo. Dame 15 minutos y salgo para allá.

Ella le dice que no está en su casa, que cuando regresara le avisaba. Y aunque con un poco de miedo porque pensaba que ella no lo quería ver, aceptó su oferta. Y así, pasó todo lo contrario al día anterior. Le escribió muchas veces, como queriendo asegurar que no lo iba a dejar planta’o.

Ella llegó a su casa y se bañó pensando en vestirse bonita porque sabía que iba a ser la última vez que lo vería, pero no lo hizo. Se puso un pantalón corto y una camisa a los hombros. Y se soltó el pelo. Se lo peinó con sus manos para el lado izquierdo y esperó.

Sonó el teléfono y a ella se le revolcó el estómago. ¿Por qué se siente así con una relación que ni siquera era una relación? Contesta con un suspiro y al otro lado se escucha:

Dejé todo listo. Tengo excatamente 40 minutos para verte y necesito hacerlo. Por favor, deja verte porque tengo muchas cosas que decirte, explicarte y necesito ver esos ojos expresivos una vez más.

Ella acepta, pero no lo ve en su casa. Prefiere ser ella quien llegue hasta donde él. Así que se monta en su guagua y llega hasta el lugar donde acordaron: un estacionamiento de varios pisos vacío, donde en el último piso podrían hablar sin temor a ser interrumpidos y donde hace una semana ese piso vacío fue el único testigo de el amor fugaz que nació entre ellos. También del abrazo tan caliente y profundo que solo ellos sabían darse.

Estaciona su guagua al lado de su carro y sin que estuviera bien estacionada, él abre la puerta y se sienta. La miró por un minuto sin pestañear y le dio un abrazo. Un abrazo que era el prólogo de su despedida. De esas despedidas dignas de crónicas, como si fuera una historia sacada de una novela de Carlos Ruiz Zafón.

Él se toma su tiempo para pensar cuando no le salen algunas palabras en español y quiere decir las palabras correctas. Y aunque ese momento no ameritaba una sonrisa, ella sí sonrió porque una de sus cosas favoritas era observar cómo se esforzaba en sacar esas palabras que solo sabía decir en inglés. Para ella, verlo tartamudear era lo más tierno de este mundo. Podía mirarlo toda una vida sin cansarse.

Anoche estaba molesto. No entendía por qué no quisiste salir conmigo. Me sentia molesto, drenado, impotente y no podía más. Necesitaba pensar todo. En lo que me dijiste, en la igualdad para ambos. En eso que no es justo para ti ni para mí y me desconecté. Por eso tiré todo y me fui a caminar, no quería hablar con nadie, pero necesitaba verte porque no mereces una despedida fea.

Se bajó de la guagua sin decir nada y abrió su baúl. Sacó el ramo de flores más bonito que los ojos de ella habían visto y montandóse otra vez a la guagaua, se las entregó. La tomó por las manos y le dijo: “Esto es para ti. Es lo menos que te mereces. Las vi y se me parecieron a ti: vivas, coloridas, perfectas”. El ramo era colorido. Tenía tres rosas de color rosa, grandes, tenía flores amarillas y violetas. Tenía frutos y hojas verdes. El ramo era perfecto. Vibrante y distinto. Tal vez por eso, a ella le parecieron las flores más bonitas del mundo, porque se parecían a ella. Tal vez, por eso, ese ramo le recordó a su Dulcinea; ese ramo representaba lo grandiosa que ella podía llegar a ser.

Ella empezó a llorar como una niña tonta y leyó la tarjeta de colores que había en el ramo: Para que sonrías una vez más, leía. Y sonriendo puso las flores en el asiento de atrás y lo abrazó. Lo abrazó tan fuerte que las partes que tenía rotas, volvieron a arreglarse, pero no por mucho tiempo.

Y así, las personas más elocuentes del mundo, se perdieron en un silencio del que no sabían escapar. Ella, quien solo sabe de palabras y rimas, no sabía cómo continuar la conversación. Y él, quien había sacado un 95 % en su reválida, ni siquiera sabía cómo acomodar sus ideas. Como si los ejercicios de Pensamiento Crítico no hubiesen servido de nada; frente a ella, él solo es un ser humano enamorado más.

Con sus manos anchas y fuertes, le despega la cara de sus hombros e intenta secar las lágrimas que bajando por su cara, abren surcos en sus mejillas. Ella sonríe y le dice: “Yo lo llamé varias veces anoche, yo llegué hasta donde pude, pero no sabía como conseguirlo. Pensé, como una niña pequeña, que iba a poder verlo. Y lo esperé, lo esperé frente a mi casa, pero nunca llegó, por eso intenté llegar, pero fue en vano”.

Cuando ese hombre trigueño se dio cuenta de que la tenía tan cerca, abrió los ojos. Y con un cambio en su semblante, le dice: “Tenías que escribirme. ¿Por qué no dijiste nada?” Ella le recuerda que lo llamó, que le escribió, pero que él no apareció.

Pensé en cómo podía llegar a odiarte, sacarte de mi vida. Desaparecerme sin más, pero por cada cosa que pensaba para odiarte, aparecían muchas más para seguirte queriendo. No me crees, pero no mandas mis sentimientos. ¿Cómo puedo odiar a una mujer tan especial como tú? Mira esos ojitos y esa carita. Tú eres increíble.

Él le tomó las manos gorditas y le mencionó todo lo que aprendió durante el corto tiempo. El café que le preparaba con leche de soya y con notitas llenas de cariño, fue algo que aprendió a hacer por ella. Recordó la cara de felicidad de ella mientras brincaba de emoción cuando le regaló una novela y vio que era de Carlos Ruiz Zafón, uno de sus escritores favoritos. “Eres como una niña pequeña”. También, con sus ojos brillosos, recordó la primera vez que vio una estrella fugaz… junto a ella y cómo ambos pidieron un deseo antes de verla desaparecer. Porque es que él “es de cuidad y nunca había visto una estrella fugaz”. Emocionado, como un niño sin saber que los fugaces eran ellos.

Ella no necesita mucho para ser feliz, así que verlo tan ilusionado para ella era suficiente, pero tan sabia como lo ha sido toda su vida, sabía que habían llegado tarde a amarse.

No sé por qué estoy así. Si ambos sabíamos que esto no iba a funcionar. Solo hemos estado juntos tres veces. Solo hemos salido tres veces, en menos de 14 días has hecho un remolino en mi vida y aunque esto no va pa’ ningún lado, me doy cuenta frente a ti, que no es el tiempo, es la persona. Simplemente eres tú.

Y así con mucho dolor, agarrados de las manos sin querer soltarse, terminaron antes de tiempo ese hermoso viaje que ambos decidieron emprender aquella noche luego de unas cervezas a la luz de la luna, sentados en la acera luego de un día de trabajo cargado y lleno de sentimientos encontrados.

El hombre de barba negra y boca grande se fue, se montó en su carro negro y se marchó sin poder hacerlo de prisa porque se quedó encadenado al alma de su negrita, que con su pelo y su manera de ser, lo encarceló para siempre.

Ella lloró, lloró desconsoladamente durante dos días porque así es el amor y la vida. Lloró porque recordó que hay personas que son el camino más bonito para llegar al destino que tanto soñamos; pero esta vez, tuvo que tomar un atajo para poder llegar al final de la vereda siendo libre y feliz.

Porque se metió en ella, sin salirse de él y cuando eso pasa, no hay vuelta atrás.