En ocasiones uno se tropieza con diferentes cosas. Unas veces, tropezamos y nos cortamos la piel; otras, nos damos un cantazo, pero con una sacudida podemos seguir caminando, pero otras…
Otras nos tropezamos sin querer, sin buscarlo, sin mirar. Nos tropezamos con esa prisa de seguir nuestro camino, pero no podemos. ¡Y esas son las mejores! Las mejores porque aunque uno no quiso nunca encontrase con nada en su camino, es inevitable ahora, andar sin eso que la vida te puso en el medio.
Tropezamos con dinero. Tropezamos con algún papel que nos quiere decir algo. Tropezamos con una persona que nos brinda sus buenas tardes y hasta tropezamos con nosotros mismos.
Y sí, he tropezado muchas veces. A veces me he escocotado y otras me he levantado como toda una campeona. También he caído, he mudado la piel a causa del dolor, he llorado y he intercambiado unos dulces buenos días en muchos de esos tropiezos.
Pero si tuviera que escoger el tropiezo que más me enseñó sería el que tuve contigo. Ese tropiezo que por mi torpeza me hizo alejarme y dejarte el camino libre para que avanzaras en la vida. Ese tropiezo que me quise quitar, pero que nunca se fue. El tropiezo que me hizo entender que se puede caminar cometiendo errores. El tropiezo más lindo, ese que me hizo entender que es imposible no volver a caerse, pero que para mi tranquilidad me iba a caer tropezando solo con él.
Porque muchas veces la peor caída se puede convertir en la más bonita.