¿Poesía?

Buenas Obras

No había espacio, se mantuvo de pie. El tren estaba lleno y las personas estaban cubiertas completas. Hacía frío, las bufandas en el cuello lo demostraban.

Todos leían un libro. Otros estaban pendientes a su celular y escuchaban a través de sus audífonos sin darse cuenta de lo que pasaba alrededor, pero ella no. Ella no llevó audífonos al tren, ni siquiera los llevó con ella al viaje. Tal vez no estaba preparada para las largas paradas en el tren, era su primera vez.

Así que observó. De pie, en el tren Q, lo que tenía junto a ella. Vio como las personas miraban de reojo a otras, como el racismo todavía existe, vio como los asiáticos hablaban entre sí y como ninguna persona se levantaba a dejarle su asiento a alguien mayor.

Intentaba mirar hacia su lado izquierdo, pero había tanta gente que no logró ver en su totalidad. Hasta que el tren hizo su décima cuarta parada y fue en ese momento que lo encontró levantándose para que una anciana con paquetes pudiera sentarse. Alto, rubio, de nariz peculiar, tomó en sus manos las tres bolsas de la anciana vestida color café y la sentó. No le dio los paquetes, los mantuvo en su mano hasta la parada número 20.

Entre la décima quinta parada y la décimo novena, nadie le ofreció su asiento a ninguna persona mayor, pero él lo hubiera hecho de nuevo. Al llegar a la parada 20 la anciana se bajó y el alto caballero se bajó detrás para darle los paquetes en sus manos y volver a toda prisa al tren pues todavía no le tocaba bajarse.

Al llegar a la parada vigésimo primera, el tren se vació y la chica pudo sentarse; en la vigésimo tercera se levantó y se dirigió hacia el empático joven que minutos antes con solo ayudar la había hecho sonreír. Cuando el tren se detuvo en la parada número 25, la chica le dijo: “Disculpa, no puedo irme sin decirte que me encantó lo que nadie hizo y tú sí. Le ofreciste tu asiento a la anciana.”

Él la miro extraño, ella que todavía viajaba en automático se dio cuenta que le habló español y no inglés, pero tenía que bajarse. Se bajó y caminó de prisa, como camina la gente en New York. Mientras bajaba las escaleras, escucho un grito: “Excuse me Ma’am.” Ella se detuvo y el joven le dijo con acento peculiar: “Sorry, no entiendo muy bien el espanol.”

Y ella sonriendo le volvió a decir lo mismo de la mejor manera posible porque tampoco habla muy bien el inglés.

Pero se entendieron y bajaron juntos las escaleras. Él no se iba a bajar en esa estación, se supone que se bajara en la última, pero el destino y las buenas obras no lo querían así.

Y entre español, inglés e italiano cruzaron la calle abrigados, juntos y sonriendo.

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