Puerto Rico se acostó y amaneció con un dolor imposible de medir. Una madre y dos jóvenes llenos de futuro murieron este fin de semana en una tragedia que jamás debió existir. No fueron cifras. No fueron titulares.
Fueron vidas con nombre y sueños: Angélica Lebrón De Jesús, de 42 años, madre, guerrera, luchadora. Jayden Bermúdez Lebrón, de 12 años, su hijo, un niño atleta de Loíza. Kenny Yadiel Almonte Olea, de 14 años, joven deportista de Carolina.
Estaban en una luz con permiso, en ley, haciendo lo que miles de familias puertorriqueñas llevan décadas haciendo: inventando, buscando recursos, recaudando para un torneo, para un viaje, para un sueño deportivo que el país no financia.
Pero vino la tragedia. Un joven de 18 años, manejando a exceso de velocidad, perdió el control, entró al área verde y los arrolló. No estaba borracho. No estaba intoxicado. Pero la velocidad mata igual. Y lo hizo.

Y mientras el país llora, aparece lo más cruel: la gente culpando a Angélica. A la víctima. A la madre que ya no puede defenderse. A la que solo pedía lo que el Estado nunca le dio.
Y entre esos comentarios aparece una frase que retumba, que se repite, que duele: «Eso se pudo evitar. No tienen que exponer a menores a recoger dinero en las luces. Hay otras maneras.»
¿Otras maneras? ¿De verdad? ¿Cuáles?
Eso se dice desde la comodidad. Desde la desconexión. Desde la ignorancia de cómo funciona la supervivencia en este país.
Porque esto de recoger en las luces no es nuevo. Lo hemos visto TODA la vida.

Niños y jóvenes recogiendo para deportes. Estudiantes recogiendo para clases graduandas. Familias recogiendo para gastos médicos porque el sistema de salud no cubre lo suficiente. Comunidades enteras vendiendo dulces, empanadillas y rifas para pagar lo que el gobierno nunca paga.
¡Por supuesto que no deberíamos exponer a los menores! ¡Por supuesto que no debería existir esta realidad! ¡Por supuesto que una luz no es lugar para sueños! Pero ¿de quién es la culpa de que esa sea la única opción?
Del gobierno. De sus prioridades torcidas. De décadas de abandono. De presupuestos que nunca alcanzan para niñez ni deporte, pero siempre alcanzan para campañas, contratos y anuncios vacíos. De un sistema que obliga a las familias a hacer malabares imposibles para darle a sus hijos lo que el país les niega.

Es fácil juzgar cuando no te toca pararte con un pote en la mano bajo el sol. Es fácil opinar cuando tus hijos tienen lo que necesitan. Es fácil criticar cuando nunca has tenido que inventar para pagar un uniforme o un viaje.
Pero Angélica sí tuvo que hacerlo. Y Jayden también. Y Kenny también. Como miles. Como toda una generación que crece aprendiendo que sus metas dependen más de la calle que del gobierno.
No murieron porque estaban recogiendo dinero. Murieron porque Puerto Rico dejó que esa fuera la única forma de financiar sus sueños. Murieron porque un conductor irresponsable iba demasiado rápido y perdió el control. Murieron porque este país hace tiempo dejó de proteger a sus jóvenes.
Que esta tragedia nos rompa. Que nos parta en dos. Que no deje espacio para la indiferencia. Porque cuando una madre tiene que morir para recordarnos que la niñez merece algo mejor, eso no es un accidente: es un fracaso de Estado. Un fracaso que se repite, que se hereda, que se normaliza. Un fracaso que duele… pero que debemos tener el valor de mirar de frente.
Angélica, Jayden y Kenny no debieron morir así. Que sus nombres sean una llamada urgente, necesaria, imposible de ignorar: Puerto Rico, tus niños no pueden seguir financiando sus sueños en un semáforo. Nadie debería seguir financiando su vida en un semáforo. Es hora de despertar, aunque sepamos la realidad.

Y mientras lloramos a Angélica, Jayden y Kenny, no podemos olvidar que esta tragedia fue evitable. No fue el destino, ni la mala suerte; fue la indiferencia de un Estado que abandona a quienes más lo necesitan, la ausencia de políticas públicas que protejan a los niños, a las madres, a las familias que buscan solo un respiro, un sueño, un balón.
Ellos salieron aquel domingo con la esperanza en los ojos, buscando apoyo para seguir jugando, para seguir soñando, para crecer. Y el país no estuvo allí. No hubo redes de seguridad, no hubo prevención, no hubo cuidado. Solo el vacío de un sistema que deja a los suyos expuestos al peligro.
Esta tragedia debería escandalizarnos. Debería despertarnos de nuestra complacencia y obligarnos a mirar de frente la deuda moral que tenemos con quienes más nos necesitan. Porque mientras el Estado siga fallando, cada madre que lucha por sus hijos, cada niño con sueños de baloncesto, cada familia que inventa recursos para sobrevivir, seguirá siendo vulnerable.
Angélica, Jayden y Kenny ya no están, pero su muerte es un grito que resuena en todo Puerto Rico: la sociedad que los abandona es cómplice de su final. Y mientras no cambiemos, la historia se repetirá, y nadie podrá decir que no lo sabíamos.
Mientras esto siga pasando, cada sueño que se apaga, cada vida que se pierde, llevará la firma de un Estado que mira hacia otro lado.
