Entre puñaladas, balas y silencio, Puerto Rico se desangra sin que nadie rinda cuentas.
Tenía 16 años. Le gustaba pintarse las uñas junto a su hermana. Hace poco más de dos semanas le arrebataron la vida. La dejaron tirada en la calle, con el rostro destrozado y el cuerpo roto. La sangre como sábana y ocho puñaladas como la cruel anestesia que la puso a dormir… para siempre. No se llamaba violencia. Se llamaba Gabriela Nicole Pratts Rosario.
La mataron, se burlaron de ella y luego robaron el carro de su familia. Aguantaron a su madre, y riéndose en su cara, Elvia Cabrera Rivera y su hija Anthonieska Avilés Cabrera firmaron juntas, en sangre, el pacto más retorcido que puede existir entre madre e hija: sembrar y repartir odio.
En Guánica, Julio César Martínez Collado, de 53 años, encontró su verdadera “jungla”: morir entre golpes y disparos en una playa. Dicen que una multitud lo empujaba dentro del agua, sin dejarlo respirar, hasta sacarlo a la orilla y matarlo a quemarropa. Otros afirman que solo fueron balazos. Pero ya no importa si murió ahogado en golpes o solo por plomo: lo asesinaron y lo dejaron tendido en el pavimento frío.

A veces ni el hecho de no tener expediente criminal te salva de la ola violenta que arrasa la isla. Nathan A. Pérez Pérez, de 28 años, recibió balas en la cabeza y en el cuerpo mientras conducía. Perdió el control, se estrelló contra una verja y allí terminó una vida breve y frágil.
Kevin Joel Centeno Rosado, de 23 años, cayó rápido en Royal Town. No tuvo tiempo de mirar al cielo ni de pedir perdón.
A las 8:00 p.m., justo cuando la calma debería cubrir la noche, Cassandra Elizabeth Alvarado Colón, de 33 años, fue asesinada en Coamo. Y así, otra mujer corrió por su vida: su expareja, Daniel Cortés Molina, la persiguió hasta una actividad y la amenazó frente a todos.

En Dorado, Sonia Noemí Torres García apareció muerta dentro de un Toyota Corolla. Un disparo en la cabeza, hematomas en el rostro. No tenía orden de protección, tampoco historial de violencia doméstica. Ni siquiera antecedentes criminales. Solo fue una mujer que confiaba en seguir viviendo.
Claribel Montes Alicea fue asesinada por su expareja, quien la acuchilló hasta dejarla ensangrentada en la madrugada. Después huyó en el carro de la hija de la víctima. Alguien que ya no era nada suyo decidió, como verdugo improvisado, que Claribel ya no debía vivir.
La psicóloga Keyshla Rivera murió con un cuchillo clavado en el corazón. El autor: su pareja de 14 años. La mató sin piedad. No le importó que suplicara por su vida ni tampoco que iba a dejar a su hijo vagabundo. Después de matarla, escribió una nota confesando el crimen, llamó a la policía y los esperó pacientemente en la planta baja de su hogar. Intentó suicidarse con otro cuchillo, pero fracasó. Fue lo bastante “valiente” para matar, pero demasiado cobarde para morir. Suficientemente «blandito».
Todo esto pasó con semanas de diferencia. Pero, en lo que va de año, Puerto Rico supera los 290 asesinatos. Y no, no existe solución mágica para detener la violencia. Se necesita voluntad política, sí, pero también educación, igualdad social, un esfuerzo de comunidad. Se necesita planificar y, sobre todo, tener los cojones de asumir que matar en esta isla no da cárcel: da memes, fama o, peor aún, silencio.
Lo resolvemos fácil: cuando alguien muere, los políticos publican un tweet: una frase vacía, un emoji de oración y la foto de perfil en negro. A veces, hasta asistiendo a velorios para tomarse fotos en la caja con la difunta. Y ya está: lavan sus manos con caracteres digitales. Pero la sangre no se borra con hashtags.

El dolor no cabe en 280 caracteres. La rabia tampoco. Mientras los de arriba redactan comunicados y se tiran culpas unos a otros, los de abajo entierran a sus hijos. Aquí, la política se volvió espectáculo: discursos que duran menos que un velorio, promesas que se reciclan más que el mismo tuit que pegan cada vez que alguien muere.
En esta isla, la violencia se atiende con likes y retuits, no con leyes ni recursos. Nos gobierna la inercia: legislar duele más que mirar para el lado. Y así, Puerto Rico se desangra mientras los políticos suben sus condolencias prefabricadas, redactadas por asesores que nunca han pisado la escena de un crimen.
Cuando alguien pide ayuda, nos volteamos en la cama porque “eso no tiene que ver conmigo”. Y mientras dormimos tranquilos, otros duermen en ataúdes. La indiferencia nos convierte en cómplices, aunque nunca hallemos el gatillo en nuestras manos.
Alerta: mientras terminabas de leer esta crónica, en Puerto Rico ya mataron a otra persona. Y mañana, seguramente, volverá a pasar.
